miércoles, 2 de diciembre de 2020

Diciembre 2020

Durante el día el sonido monofónico sólo acentúa lo abigarrado del paisaje. De noche las luces explotan y la ciudad entera se disuelve en efectos de LSD mezclado con panetón. La sensación es aprensiva; las ganas de huir hacia la paz de la cuarentena se mezclan con la necesidad de internarse en la psicodelia y desbarrancar por la tarumba de lo cursi. Las sonrisas, los saludos, los abrazos frustrados durante tantos meses te empujan a detenerte ante cualquier novedad repetida del año pasado; los antiguos aromas citadinos se renuevan. El antojo postergado ruge desde un rincón lleno de vitamina C, clases on line y tutoriales de repostería. Por un instante dudas si deberías o no retirar la mascarilla; tu inconsciente encuentra todo tipo de excusas: han bajado los contagios, ahora hay tratamiento, hay camas en UCI, eso está cocinado, no hay evidencia de contagio por la comida. Toda precaución ha sido exagerada. Las mercaderías urgentes ocupan los espacios, los serenos miran impotentes y repiten ¡distancia, distancia! solo por cumplir con las formas (esa vieja costumbre); la gente casi puede tocarse, los ojos parecen felices en el reencuentro con desconocidos. Y caminas y miras y oyes. 
Dentro de poco las tiendas comenzarán a cerrar. El toque de queda limita casi toda euforia, menos la de un pueblo que unido jamás será vencido, por supuesto.

Mientras introduces las llaves no estás seguro si estás volviendo a la rutina o escapando de la vida.

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